CONTRACULTURA el webzine
Colaboraciones
Breve dicha
Cuento
El hombre apuraba la marcha abriéndose paso entre el gentío,
deseoso de llegar cuanto antes. Había comprendido la situación
y estaba al tanto de su importancia, así que dobló en la esquina
y enfiló hacia el edificio alto. Al llegar al umbral se paró frente
a la botonera de la entrada, y circunspecto, como si trazara un rumbo, alineó
la letra con el número, luego apretó el timbre del portero eléctrico
y decidido, cerró las puertas con energía y pulsó el número
correspondiente.
Durante la travesía se sacó el sombrero oscuro y se alisó
el pelo engominado, acomodó el nudo del pañuelo blanco que llevaba
al cuello y junó de reojo, con un vistazo experto, el resto de la pilcha
lustrosa reflejada en el espejo consabido. Un tufillo a perfume barato le aureolaba
la cabeza y el tac- tac de su corazón ansioso se acompasaba con el rítmico
tac-tac que el elevador golpeteaba al sobrepasar cada piso. Cuando se detuvo,
lo hizo precisamente, con una brusquedad marcial que sacudió al pasajero.
Al descender prendió un cigarrillo. ¡Estaba cerca! Faltaban unos pocos
pasos y un par de botones.Uno era el de la luz que iluminaba el largo pasillo
blanco, y el otro, unos metros más adelante, incrustado junto a la sólida
puerta de madera, correpondía al llamador gangoso que anunciaba sin pompas
ni oropeles, con indiferencia de lacayo malpagado, la llegada puntual de la
visita.
Intuía que tras los muros ella aguardaba impaciente, plagada de abrazos
y besos arduamente contenidos. Presentía las caricias pródigas,
la conversación casual y alguna risa breve flotando sobre los deleites
del encuentro. Luego del liviano copetín degustado con parsimonia, recorrería
despacio, como quien templa el cordaje de una guitarra, la piel suave de la
naifa, erizada al contacto de sus dedos furtivos.
Se sentía afortunado, aunque sabía de sobra que la suerte, como
toda hembra, tenía sus caprichos y no había que confiar mucho
en ella.
No acostumbraba a magnificar los eventos, pero a decir verdad esos encuentros
diferían de otros por un pequeño detalle. La mina no sólo
le daba su afecto --al menos eso creía-- sino que le brindaba por añadidura
su casa y su cama. No era poca cosa y debía reconocer, a fuerza de ser
justo, que la ofrenda era valiosa, particularmente en aquellos tiempos difíciles
en que las mujeres trancaban con igual celo tanto el corazón como la
alcoba.
Ensayó una sonrisa canalla cuando por la puerta entreabierta vió
que la señora, envuelta en un batón color de rosa saludábalo
amablemente y lo invitaba a pasar. Entró con aire canyengue, dejó
la daga sobre una mesita y se dispuso para el ceremonial de rigor.
Había en esos preámbulos del amor una solemnidad de catedral,
y como supliendo las graves notas del armonio religioso, una victrola junto
al sillón, raspando el disco con púa desgastada, reproducía
un tango de Arolas.
Horas más tarde, al salir, caminó hacia el boliche para tomarse
una caña. Al doblar una esquina atisbó una sombra y un fogonazo,
el estampido y la quemazon en las entrañas fueron una sola cosa. La vida
se le escapó mientras oía el insulto que le infringía el
marido de la mujer...
Eduardo Protto
Buenos Aires (ARGENTINA)
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