El mundo es raro. En este festival de Sitges estaba en una fiesta en la que todo estaba cambiado. Yo habría dado un brazo por coincidir casualmente con el guionista (y ya director) Charlie Kaufman, que recibe un premio del festival, pero en su lugar estaban dos personas con las que el telespectador medio habría sido feliz: Elsa Pataky (para ellos) y Leonardo Sbaraglia (para ellas).
Ambos me confirmaban eso que todos sabemos. Les cuento. Tengo un amigo que es idéntico a Sbaraglia. No se hacen ustedes una idea: la madre de mi amigo, una profesora de interpretación en Argentina que tuvo a Sbaraglia como alumno, tenía problemas para diferenciarlos. No bromeo. La cuestión es que mi amigo, argentino afincado en Barcelona, no hace girar una sola cabeza por la calle. Lo que interesa de Pataky y de Sabaraglia es lo que no tienes delante. Es la ficción. La realidad es otra cosa. Ya les digo que la pasión por Pataky que se difunde regularmente en las locuciones de TVE contrasta con el objeto real. Tienen piezas igual de buenas o mejores en su discoteca más cercana. Simplemente, les falta lo que no está. Que también manda narices (*).
Insisto en que diez minutos con Kaufman me habrían hecho más ilusión que diez minutos íntimos con cualquiera de ellos, o con ambos simultáneamente. Y lo sabía especialmente porque en la fiesta no podía dejar de fijarme en el acompañante de Pataky. Que era igual que otro que cruzaba hacia aquí, y otro que marchaba hacia allá. Mientras media fiesta fingía no fijarse en las estrellas, yo estaba a absorto en esa invasión de imitadores de Flavio Briatore.
Toda persona con canas estaba concienzudamente vestido y peinado para lo que parecía ser La noche de los Briatores vivientes.
En cierta manera, es una cosa a celebrar. O sea, Briatore, al parecer, ha establecido un estándar que era en cierta manera inimaginable: el sexagenario enrrollado con ganas de marcha.
Pónganse en el lugar de todos esos señores. Hasta ahora, eran mal vistos cada vez que entraban en una discoteca. Si llevabas traje, mal. Si te vestías de moderno, peor. Si lucías chaquetita de capitán de yate, ni les cuento. Y de pronto, ha aparecido esa luz en el horizonte y toda persona con pelo blanco de la discoteca -y no eran ni dos, ni cinco- se arreglaban como concursantes del Briatore Look-Alike.
Me habría gustado coincidir con Kaufman y preguntarle si veía similitudes entre el deseo de ser Briatore y el deseo de meterse en la mente de John Malkovich (por su película). Seguramente, habría matado la conversación con una sola frase («who the fuck is Flavio Briatore?»), y se habría dedicado a mirar el culo de Pataky, porque para Kaufman probablemente era una chica de discoteca, sin ficción detrás. A Kaufman le vas a vender ficción. Anda, que no.
Me fascina esta nueva tribu geriatricourbana de clones de Flavio Briatore. No hay que olvidar que el viejo verde, pese a su mala fama, es ley de vida. Mientras envejeces, te siguen gustando las mismas chicas; simplemente, añades nuevos modelos al catálogo. La duda principal es si, cuando yo peine canas, habrá desaparecido la tribu Briatore, si se mantendrá con salud, o si aparecerán nuevas variantes y tendremos toda una gama de estilos de pelo blanco con ganas de marcha. Todas las opciones me producen, simultáneamente, depresión y satisfacción.
(*) Otra cosa es, por ejemplo, Pilar Rubio, que en vivo es tan rotunda como en pantalla. Pero estas cosas se dan poco.
Sí, el título de la entrada
viene de otra peli de Kaufman.