El verano con sus propias letras
Miércoles, 20 de julio de 2011
Es curioso cómo, aunque uno lea siempre, hay un subconjunto concreto de «lecturas de verano». Un momento en la trayectoria de sofá donde decides el principio de esa frontera; a partir de aquí, estos lomos no son de lectura normal, sino de estío. Desde el momento en el que marqué el inicio, es decir, en lo que llevamos de verano, me he leído el curso de metafísica de Ortega, la autohagiografía de los u2, la biografía de la CIA que Wiener tituló Legado de cenizas, la Telemaquia de Homero, los tomos «oficiales» de Tintín, M7 y Teledeum de Boadella, el X de Everett, el Capitán América de Brubaker, parte del Sentimiento Trágico de Unamuno espolvoreado con algunos de sus artículos, y alguna cosa más que no me viene a la cabeza porque a veces no basta con que sea reciente para tenerla presente, aunque hayas estado sumergido en ella. Lo que te mancha en las lecturas es a veces muy pequeño, en otras grande, y es curioso darte cuenta de que puedes olvidar el envoltorio pero no la mancha; la mancha te es evidente más adelante, con meses de retraso, a veces sin rastro del orígen, como los crímenes perfectos. Me refocilo por las páginas buscando una mancha que sólo tendrá sentido en otoño, o dentro de otoños. Las lecturas de verano son el contrario de las piscinas. El resto del año es cuando estás en la lectura calmante, cómoda como un baño en la parte no profunda, y es en verano cuando te metes en aguas vivas a ver si encuentras una roca que te saque de trayectoria. He pedido a la biblioteca un par de tomos que tienen que traer de nosedónde, cobrando el traslado, y que probablemente devolveré tras las primeras veinte páginas. Hay más lomos de libros recién comprados que saludan desde mi estante. El verano. Manda narices.