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post Prótesis: un recitado

Miércoles, 10 de enero de 2007

Raul Sensato a eso de las 8:23 pm


Prótesis
Raúl Minchinela, 1996

Hace un par de años los empleados de correos eran verdaderos funcionarios de chaleco y corbata, con vidas selladas por triplicado y con fotocopia al archivo general. Bigotes arreglados, flequillos moldeados con agua, desayunos abriéndose paso entre niños perfectos con colegios perfectos llenos de libros con gente sonriendo. Cuando Laura -se llamaba Laura, o Mónica, o a quien coño le importa-… cuando Laura fue a correos llevaba un precioso conjunto de chaqueta y falda, granate, brillante a la vista y suave al tacto, y un carísimo perfume que la hacia diez veces mas atractiva que a la hora del café. Llevaba uno de esos trozos de cartón que sirven para construir una caja, y cuando llegó al mostrador la tenía perfectamente construida, un paralepipedo de cartón digno de anuncio de mensajería, con dirección en claras mayúsculas y el inefable cartel de «frágil». El empleado miró la caja y la vio vacía. «No hay nada», dijo. «Un momento”, dijo ella. El empleado vio con asombro como Laura -o lo que sea- se retiraba cuidadosamente el guante, dedo tras dedo, como una Hayworth de andar por casa, y mostraba una mano falsa, de plástico, con tendones de un metal opaco y ligero que sostenían los dedos cuando aguantaban peso. Laura comenzó a desenroscar la mano ante el asombro del funcionario, que intentaba guardar las formas ante una situación tan curiosa -no era cuestión de incomodar al cliente-, y la dejó, una vez desenroscada, en el interior de la caja. El rostro tras la cabina había quedado ligeramente traspuesto, hasta que Laura le pidió que lo pesara de una vez, que llevaba un minuto mirando la mano, uy perdón, lo siento, en que estaría pensando, dónde está la dirección, uy sí aquí, pesarlo, cerrarlo, ponerle el sello, tome y déjelo donde los paquetes.

Laura entregó el paquete y se fue a casa. Sabía donde estaba su casa primero porque llevaba tres años viviendo allí y segundo porque la dirección era la que había escrito en el paquete. Cuando llegó, dejó su traje, se embutió en un cómodo pijama y se tumbó en la cama. Y sintió. Sintió su mano quieta, encerrada, apilada entre otras cajas, tal vez otras manos, cerradas y selladas. Y según pasaron las horas sintió cómo se movía y cómo se golpeaba mientras se desplazaba por una cinta transportadora, cómo la sellaban, cómo pasaba a formar parte de los grupos clasificados según barrios, cómo era trasladada, cómo aterrizaba en la furgoneta de reparto, cómo era atrapada tras frenar el vehículo, cómo subía por el ascensor o la escalera, y su corazón latió más y más fuerte mientras esperaba que el timbre sonara para recoger la mano, el corazón más rápido y más rápido y el timbre no suena, rápido y el timbre no, rápido y el timbre no, y estuvo un día entero con el corazón dándole botes hasta que por fin el timbre sonó y casi perdió el conocimiento y apenas tuvo fuerzas para levantarse y abrió la puerta y firmó la entrega con las piernas flaqueantes. Y después de cerrar la puerta se la enroscó de nuevo, y tomó uno de esos trozos de cartón que sirven para construir una caja y escribió su dirección lentamente, con preciosas letras mayúsculas.

Extraido de un texto para teatro que escribí y nunca se representó.

Hoy he recordado el momento en el que una de las actrices, años después, me recitó este pasaje de memoria. Me quedé paralizado. Recitado gana mucho.

Clasificado como: todo_lo_demas

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