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post Los ensayos sobre la estupidez

Lunes, 19 de marzo de 2007

Raul Sensato a eso de las 1:10 pm
Diversión y filosofía contadas con sal gorda y motardas presidenciales

Muchas veces me he planteado la siguiente cuestión: es indudable que desde siempre ha tenido que ser para muchos hombres uno de los tormentos más angustiosos de su vida el contacto, el choque con la tontería de los prójimos. ¿Cómo es posible, sin embargo, que no se haya intentado nunca -me parece- un estudio sobre ella, un ensayo sobre la tontería?

José Ortega y Gasset, «La rebelión de las masas»(1937)
nota al capítulo VIII

Otra vez recurrimos a Ortega para poner la primera piedra a la hora de sacar a colación asuntos modernos, porque Ortega previó nuestra época con una clarividencia que siempre es sorprendente. Las cita ilustra que he visto recientemente dos respuestas (actuales) a la situación que apunta Ortega: hay que hablar de la tontería antes de que se convierta en un asunto insalvable.

Lo que eran los ensayos en tiempos de Don Ramón está siendo sustituido hoy por el mundo audiovisual. Y donde hay más ensayos sobre un tema es generalmente donde más se sufre. Para entendernos, hay más ensayos sobre el agua de Rosas en Bulgaria que en cualquier otro país del mundo. París publica más ensayos sobre población de barriada que incendia coches. Y así todo. Así que no se sorprenderán si les digo que los dos discursos sobre la estulticia y sus consecuencias vienen de Estados Unidos.

Ojo. Es digno de admiración que los estadounidenses hayan afrontado el tema. Aquí somos bastante más cobardes. Piensen en el tema de las banderas nacionales. O díganme si existe un ensayo de «por qué no hay ningún miembro de etnia gitana entre los grandes directivos de bancos y cajas de ahorro». Un respeto.

Las dos películas norteamericanas que he visto afrontando el problema de la idiotez son altamente reveladoras. Por un lado, el seudodocumental Stupidity (Albert Nerenberg, 2003), que pregunta en voz alta porqué la gente no sólo tiene una lógica pereza de sofá y sillón, sino también por qué está más interesado en artistas que tienen que fingir que son idiotas para ganarse el favor del público.

Y por el otro, la tremenda Idiocracy, de Mike Judge (el creador de Beavis y Butthead), que es la que me ha traído hasta este teclado.

Son muchos los motivos que convierten a Idiocracy en una obra que da en el clavo. Pero también son muchos los argumentos que un espectador europeo tiene para decir que la película es mala. Entendámonos: abunda en chistes groseros, prejuicios arquetípicos y elementos de mal gusto. Cualquier observador sin interés vería en ella una película adolescente más. Pero la maestría de la película es usar esos argumentos contra sí mismos. Obligar al espectador de teen movies a plantearse qué es lo que espera ver cuando acude al cine de palomitas.

El apocalipsis de idiotas que presenta Idiocracy es divertido y enloquecido, pero presenta unas sólidas raíces con el mundo real. Sólo les pongo un detalle. La primera vez que nuestro protagonista ve la ciudad del futuro -una ciudad en ruinas, llena de basura, donde en las casas el mueble estrella es el sofá con váter incorporado- ve dos rascacielos, uno al lado del otro, al estilo del WTC de NY o las torres de Barcelona. Uno está casi intacto; el otro está partido por a mitad, cayéndose. Lo que convierte el plano en genial es que, para evitar la caída, los dos rascacielos están atados con un cuerda que los rodea con varias vueltas.

Idiocracy nos hace pensar en por qué consideramos que el agua corriente existe sola, por qué no pensamos en la canalización de electricidad… por qué le dedicamos más tiempo a los cantantes y los humoristas de sal gorda que a los elementos que nos permiten conservar nuestro actual estado de vida. O dicho de otra manera, Idiocracy nos hace ver que no nos sustentamos en el mínimo común múltiplo -esos millones de personas apoyadas en la cultura general- sino que nos sustentamos por esas personas que han decidido especializarse. Lo que nos aguanta son las personas que ni les interesa el fútbol, ni les gusta eurovisión, ni ven la tele en sus ratos libres.

Toda esa visión de escala, que ya desarrollaba Ortega en su Rebelión, está íntegra en Idiocracy. Pero con una piel totalmente distinta: con raperos y chicas y coches y gente que habla balbuceando. Con el aspecto y el argumento para ser vista y disfrutada por las personas a las que les gusta el barsamadrí y los cantantes promocionados. Es un texto de Ortega simplificado y decorado para que lo vean quienes nunca leerían a Ortega.

Grande, Idiocracy. La nueva forma del ensayo, el ensayo del futuro, en un futuro en el que todos somos tontos. No me excluyo: no soy de los que sostienen el mundo; soy de los que ven la tele. Un polvo del que vendrán esos lodos.

El equivalente de la vacuna, en cine: pretende curar de lo que la propia película adolece
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Ya hay 3 comentarios »

  1. Muy buen comentario, la vdd nosotros vimos esa pelicula en Pirata por que fue casi imposible poder encontrarla para poder comprarla o rentar.

    Comentario de Anónimo — febrero 14, 2008 @ 6:38 pm

  2. Soberbia entrada.
    Ideocracy me parece una película muy inteligente e incomprendida. Por lo que he leído en EEUU no gustó demasiado, supongo que acertó de lleno removiendo asuntos incómodos o inquietantes.

    Comentario de mentesestupidas — marzo 24, 2010 @ 10:02 pm

  3. Sobre algunos modos emotivoconductuales
    de comprender la estupidez y de ser felices,
    según la psicóloga Paz Torrabadella

    Por José Miguel Pueyo, psicoanalista

    Con la que está cayendo quién se atrevería a decir que «coleccionamos excusas para sentirnos infelices». Por sorprendente que pueda parecer no se trata de un gazapo, pues sin necesidad de entrar en más detalles, esa consideración aparece en dos ocasiones, una en la cabecera y otra en el cuerpo de la entrevista que la periodista Ima Sanchís, hizo a la psicóloga Paz Torrabadella. (La Contra. La Vanguardía, jueves 10 de marzo de 2011), con ocasión de la publicación de su libro Estupidez emocional. Editorial Vía libro. Barcelona: 2011.

    Sabido es que las excusas son esos razonamientos con los que uno intenta justificar y en ocasiones protegerse de algunos comportamientos como inclinaciones reprobables, fallos o errores. A juzgar por lo que leo en el libro de esta psicóloga, lo que no se conoce tan bien es que la generalización suele enmarañar el problema que se pretende despejar, y que como en otros asuntos también en éste conviene dejar al margen la ideología así como conocer los aspectos fundamentales de la naturaleza del sujeto humano. Tampoco es aconsejable pasar por alto que muchas personas no se quejan en vano; que existen verdades sin cuento como la prevaricación y el latrocinio, las masacres en los países árabes, el abuso de niños por gentes de la iglesia, y que un atentado terrorista deja paso a un tsunami, etc, etc., aspectos que sin duda Paz Torrabadella conoce, pero que en un asunto como el que trata no conviene obviar, y así es también respecto a las distintas varas de medir a la hora de calibrar los daños.

    Quizá la explicación a algunas de las ideas que recoge este libro haya que buscarlas en el pensamiento del que parece ser uno de los maestros de la autora, Albert Ellis, fundador, junto con Aaron Beck, de la psicología cognitivo conductual, y creador él mismo de una de las terapias que se ofertan en el mercado de la salud mental y del llamado desarrollo personal, la Terapia Racional Emotivoconductual (TREC). Podría ser así porque contra el «debería haber hecho esto o aquello, y como no lo hice me excuso», todo indica que entiende que lo racional y positivo sería decir «acepto que no lo hice, pero aun tengo tiempo de hacerlo, y debo pensar que en realidad no lo necesito para estar contento y satisfecho». Se trata de un programa que tiene su fundamento teórico en uno de los conceptos mayores de la psicoterapia de ese clínico estadounidense, la «terribilitis», esto es, la creencia de que los padecimientos de una persona, desde la ansiedad hasta la depresión pasando por las obsesiones, la inseguridad y la insatisfacción, obedecen a que esa persona «terrabiliza». Según Albert Ellis, enfermamos, sufrimos o nos comportamos estúpidamente por la tendencia a valorar las cosas que nos suceden como terribles, así como porque no conocemos su verdadero alcance y, sobre todo, porque no aceptamos nuestros errores y gastamos toda nuestra energía en excusarnos. El tratamiento, en buena lógica con esas conjeturas, consiste en persuadir al paciente mediante razonamientos que lo mejor que puede hacer para resolver sus inquietudes o las conductas estúpidas es no ponerse nervioso, tener calma, mantener la tranquilidad frente a toda adversidad, entender, en suma, que nada es demasiado terrible, y, por supuesto, que lejos de negar las debilidades debe aceptarlas, pues en la aceptación está la clave de la resolución de los problemas. Esta idea central del tratamiento racional emotivo conductual no deja de ser lógica, pero también antigua y como se habrá advertido muy elemental; y, en realidad, no estaría mal si pudiera resolver algo más que lo que el sentido común o la persuasión resuelven, que como se conoce es muy poco. Resumiendo, no negar lo que nos sucede, conocerlo racionalmente y aceptarlo, aunque puede ser un buen comienzo, no es suficiente; y el camino, a diferencia de lo que propone Paz Torrabadella, no es acoger las cosas con humor, el autocontrol emotivo-racional y menos aun esperar de los otros una intuición clarificadora.

    La época y la cultura, así como la idiosincrasia de las personas tienen un papel relevante en el momento de calificar de estúpido a algo o a alguien. Se trata de un capítulo básico y esencial cuyo desarrollo se echa en falta en este libro, lo que impide al lector reconocer la luz que aporta a la estupidez, a las excusas y a la felicidad los estudios históricos y transculturales. Hubiese bastado tan sólo una nota sobre la estupidez según las épocas, así como indicar que existen excusas de muy distintas clases, y, en fin, que esa palabra recoge acepciones que hablan del comportamiento humano no sólo en diferentes momentos de la historia sino también en distintas épocas de la vida de una persona, para dar un tono de realidad a este trabajo. Y no menos meritorio habría sido indicar que no es habitual provocarse los síntomas de una enfermedad, lo que se conoce como Síndrome de Munchausen, y que las personas no suelen ir simulando dolencias para obtener algún beneficio como evitar un trabajo o conseguir una compensación económica; tanto más porque en los tiempos actuales, aunque quizá no menos que en otros, las desgracias y los padecimientos aparecen sin necesidad de que uno se los provoque.
    Como dice Paz Torrabadella la vida tiene una dosis de sufrimiento. Lo que elude es que en eso repite a Freud; y no está acertada cuando afirma que el sufrimiento se encuentra en la enfermedad y en la muerte. Como antes fue la psicopatología, ahora es la clínica diferencial la que enseña, cierto es que de la mano de Freud, que no todo en el síntoma neurótico es sufrimiento. El síntoma neurótico es bifásico, ya que la cara consciente, que corresponde al sufrimiento, no es sin cara la inconsciente, que corresponde a lo que llamamos goce porque remite al perdido en la infancia y reencontrado en el retorno de lo reprimido que es el síntoma. En cuanto a la muerte, baste indicar aquí que para muchos constituye una liberación del sufrimiento; y que se la puede buscar, todavía hoy, por aquello que promete la religión del Libro: el goce absoluto y eterno.

    El lector de este libro sin duda hubiera agradecido otro de los factores que habría arrojado luz a las cuestiones que plantea, como es que ante la insatisfacción que caracteriza al deseo y otros avatares de la naturaleza humana, lo que desde hace muchos siglos y aun milenios hacen las personas es procurarse algún lenitivo, esto es, un objeto-excusa-justificación para soportar la vida, como se dice, y hoy más que nunca para suturar la herida narcisista que muchos tuvimos la suerte de sufrir en la más tierna infancia. La expresión «Si Dios no existiera habría que crearlo» denuncia la precariedad, también emocional, del hombre, así como lo que tenemos en común con nuestros congéneres. Trátase de una falta estructural que se manifiesta en la salud tanto como en la enfermedad, pues es la causa de la insatisfacción que caracteriza al deseo, el gran y auténtico motor de cuanto existe. La falta por la que vive el deseo explica la necesidad de lenitivos, los cuales constituyen tentativas imaginarias, como acabo de indicar, para suturar la herida narcisista que supuso la separación del alienante abrazo materno y la pérdida de la primera experiencia de satisfacción. Entonces, la fórmula «Coleccionamos excusas para sentirnos infelices», podría ser transformada en «Coleccionamos excusas para sentirnos felices», puesto que todos buscamos excusas, esto es, paliativos y apoyaturas para poder vivir la vida que nos ha tocado en suerte. Eso es lo único que a los humanos nos está permitido encontrar; aunque hay excusas y excusas hay, como dice el poeta y quien no lo es tanto. En otros términos, lo que coleccionamos son excusas, sí, pero en el sentido de que en la realidad no existe otra cosa, ya que está conformada por objetos imaginarios. Mientras que sólo el amor-pasión nos hace creer que algo de la realidad es lo Real del goce perdido. Es al lugar de la falta, al lugar vacante del objeto que perdimos en el tiempo lógico del complejo de Edipo, conocido desde Lacan como objeto a, un objeto perdido para siempre y que por esa razón se constituye en causa del deseo, que vienen las excusas de todo tipo y los objetos imaginarios, o sea, las satisfacciones sustitutivas de lo perdido. He aquí, en la realidad, bien plantadas las aficiones, el arte, el amor por esto o aquello, las gratificantes relaciones sociales, el ansia de tener más dinero, o ser mejor en esto y aquello, la religión, una ideología política, etc, etc., objetos, discursos y personas que nos reconfortan de la insatisfacción del deseo y de la herida narcisista. En fin, son estos y otros objetos los que nos hacen creer que estamos más plenos, con ellos nos imaginamos más satisfechos y más realizados, más felices, nos sentimos mejor, como habitualmente se dice. Sin embargo, algunas personas sufren sin saber que sufren la verdad. Son aquellos que no quieren más excusas, que aborrecen los objetos imaginarios. Es como si supieran que los objetos de la realidad son sustitutos del perdido para siempre; y al no aceptar el trueque se desvinculan de la realidad, pues para ellos esos objetos han perdido el brillo que habitualmente sugestiona, podríamos decir que engaña o engatusa al sujeto supuesto normal. Es, pues, en estos casos cuando la pretendida excusa «todo es una mierda» se revela con toda su rotunda verdad estructural. En este punto tal vez habría que indicar que el psicoanálisis no es una terapia revolucionaria sino una cura subversiva, tan subversiva como lo es el sujeto humano respecto al medio sujeto de la psicología cognitivo conductual por agotarlo en el yo consciente; y que tampoco es un tratamiento de la adaptación a la realidad o de la sublimación, pues el psicoanálisis renuncia a ese engaño al entender que la única y auténtica vía de liberación emocional es revelar de qué se queja en verdad la persona que nos pide ayuda para su malestar. Por consiguiente, la estupidez emocional no es la causa del sufrimiento, como pretende esta psicóloga, sino un efecto más de la conformación de la subjetividad en la historia familiar.

    En la línea de los libros de autoayuda, el que hoy sucintamente comento promete presentarnos lo que necesitamos para protegernos de la estupidez y superarla. Sin embargo, si algo queda claro en ese trabajo es la fe de la autora en esa mitad del sujeto humano que, como acabo de apuntar, es el yo consciente, así como en la persuasión racional como procedimiento terapéutico. Obviar las causas inconscientes de los problemas de las personas a las que se pretende ayudar, la formación de los síntomas y su función, es, desde el punto de vista del psicoanálisis, una manera como otra cualquiera de condenar a esas personas a las ataduras que les impiden progresar. Sin embargo, nada puede la racionalización de un problema psíquico contra su razón etiológica, y, por supuesto, menos aún ser consciente de cómo me siento para controlar el problema, como se nos dice siguiendo en esta ocasión una idea del creador de la terapia bioenergética y seguidor de Wilhelm Reich, Alexander Lowen, quien entendía que la felicidad era la conciencia de la propia mejora. En definitiva, compartir, poner en común temas personales con otros, puede estar bien y es lo que de ordinario ocurre alrededor de una mesa, pero lejos de ser una gran herramienta terapéutica, como nos dice Paz Torrabadella, lo que suele producir es una identificación al ideal del otro, al ideal del semejante, o nada, y sobre todo nada que tenga que ver con la verdad como causa de lo que uno es y de la razón por la que sufre. Contra la imbecilidad, la tontería y los problemas psíquicos, nada puede la intuición y la buena fe de los consejos; y es la clínica la que advierte que con esas herramientas lo desaparecido retorna habitualmente con otra forma y en cualquier momento.

    Así suele ocurrir cuando se omite que algunas personas han dicho cosas no triviales sobre el sufrimiento, la felicidad y la estupidez. En realidad, habría sido suficiente leer las tres primeras páginas de El malestar en la cultura, 1929 [1930], de Freud, para advertir que muchas de las creaciones del hombre tienen por objeto hacerle soportable los achaques de la edad, la enfermedad y la insatisfacción estructural; y tampoco hubiese estado de más recordar en este asunto el Por qué la guerra, la respuesta del primer psicoanalista a esa pregunta que el año 1932 le planteaba Albert Einstein. Estoy convencido que un paso más en esa dirección hubiera permitido comprender las razones de los límites de la persuasión cognitivo conductual contra esa pasión del yo que en ocasiones es la estupidez, así como su función, pues como construcción sintomática a la medida del goce, una persona puede encontrar en ella un resguardo contra lo siniestro, no por ello menos familiar. Y advertir también que si la estupidez es una excusa lo es justamente porque excusa a una persona de toda responsabilidad, función que, por lo mismo, imprime un carácter diabólico a la repetición. Freud decía que no había nada más caro que la enfermedad y la estupidez. Así es, entre otros motivos, porque la estupidez introduce la ideología en el tratamiento, factor que no sólo obstaculiza la curación de una determinada persona al alejarla de su verdad, ya que paralelamente suele producir daños en ocasiones irreparables a la inteligencia.

    Girona – Madrid, marzo 2011

    Comentario de José Miguel Pueyo, psicoanalista — marzo 15, 2011 @ 8:27 pm

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