Ustedes ya saben de mi pasión por lo celtibérico, por lo de aquí. Es un interés que me han construido por oposición: lo español es sistemáticamente despreciado (y en consecuencia ignorado) por los propios españoles. El dibujo que nos hacen (nos hacemos) los medios es muy representativo: si hay un informe de varias páginas sobre twitter o facebook, se centra en usuarios extranjeros. Los españoles no salen por ningún lado. Igualmente, no hay retratos de la calle. Rtve emitía recientemente una crónica de la transición en la que todo el mundo estaba de acuerdo y las vías principales eran las vías únicas. La calle española es un problema, un silencio. No pasa nada. Circulen. Esto ha sido así, y sigue así.
En consecuencia, he disfrutado con la lectura de Noches de BV-80, de Valtueña. Un tochaco de mil y pico páginas que narra la Zaragoza subterránea, la del teatro improvisado y los grupos de rock incipientes y los chavales de sexo, drogas y volumen alto. Lo hace desde la barra de un bar del que se sale para ir de putas, ser atracado a punta de navaja y comprar discos, que empezaban a aparecer las tiendas. Si fuera Nueva York, estarían todos babeando. Pero habla de aquí, les explica a ustedes. Le da marco al contexto en el que estamos, que creemos que ha caído del cielo.
El privilegio del BV80 es que fue un vórtice. Mientras en otras ciudades los punks iban por su lado y los jevis por su otro y los pintores por allá y los poetas por el suyo, en Zaragoza entre 1981 y 1983 todos pasaban por ese lugar, porque no había otro. Allí tenías performances y guitarreros y recitados y cante jondo, con los consiguientes conflictos entre tipologías de público, porque les recuerdo que en los ochenta las diferencias de tribu se resolvían a palos. La historia del BV-80 puede ser la historia canon de la Transición subterránea porque no separa ni encapsula: están todos en el mismo lugar, los conflictos y las relaciones están a la vista. El bar, ese bar, es el modelo a escala de todas las calles en la máxima efervescencia.
Mil páginas dan para mucho, y por ahí verán a mucha gente que les sonará. Aparece Sabina, y Krahe, y Loquillo, y Miguel Ríos, y Manolo García, todos como actores secundarios, como cameos insignificantes, en una historia que tiene el centro en otro lado, en ese lugar que nunca aparece en los documentales. Que explica lo que luego, en los estudios, se reconstruye teorizando.
La cultura de la ciudad se propaga en los bares, y se revela donde solo había uno. Allí tocó por primera vez un quinceañero colegial que sería Enrique Bunbury, allí pululaba el malogrado Mauricio Aznar, hacía la suya La Polla Records. Allí meaba a la concurrencia Dionisio Sánchez, epataba el Grifo invadiendo de Guardia Civiles. Allí pasaba todo, en un imprevisto diario, que es el ideal de la vida urbana fuera de programa.
Así que ahí les dirijo, a ese Juan Valdivia que no se atrevía a tocar, a ese Félix Romeo que mareaba con su tumulto de tertulianos, a ese Alfredo Saez que entró en la espiral que desembocó en el Butoh y el Premio Nacional, a esos estudiantes de medicina que se iban de marcha armados con navaja, a los gitanos que asaltaban la caja empuñando recortada, a los quinquis («payos agitanados», los define) que lo mismo eran el mal que eran lo peor. Querrán entrar buscando nombres, que es lo que tienen ustedes por costumbre, y encontrarán la locura coral, metropolitana, donde se cruzaban los delincuentes y los políticos y los estetas. Donde todos son tan protagonistas como secundarios.
Procuraré presentarles algunos extractos en este rincón, como este tomado de la pág 210:
En el 68, Alfonso pertenecía a Los Cheyenes, primera tribu urbana de Zaragoza, más broncas que The Warriors. Fueron detenidos en su guarida durante un guateque (donde cobraban entrada) el cabecilla, diecisiete de sus rockeros y veintidós «tontitas» de entre catorce y diecinueve años, hijas de la alta burguesía.
Lo que más llamó la atención fue descubrir el sistema de sorteo empleado para ver cuál se tiraba cada quien. Las nenas, gustosas, se quitaban las braguitas nada más entrar, metiéndolas en un cesto. Sólo era cuestión de cerrar los ojos y escarbar.
Eso era en los sesenta. En los ochenta llegó la locura. Esa es la historia que polariza el BV-80.
Lo publica Libros del Innombrable.
Bola extra: el blog sobre el BV-80.